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Cuaderno de reflexiones sobre la cosa teatral

Nadie deliberadamente
monta mal teatro

o se ruega no disparar sobre el pianista,
él lo hace lo mejor que puede

Por Cristóbal Peláez González

Publicado en la revista Teatros No. 27 | 2023

«Para ser director de teatro lo único que se requiere es que existan dos o tres pendejos que se lo crean».

Un poco de contexto: empirismo

El conjunto de la organización expresiva del espectáculo escénico, en toda su complejidad, es un fenómeno nuevo al que se ha dado en llamar la «modernidad» y en cuya cronología cabe apenas el periodo de un siglo largo. En Colombia es un asunto novísimo. Tan joven como lo es nuestro proceso teatral que empieza a expandirse y consolidarse tardíamente a mediados de los años cincuenta del pasado siglo y que a hoy se contextualiza como uno de los movimientos más sólidos en América Latina.

Puestas en escena han existido siempre, aun en las formas más embrionarias. Ahora, como nunca antes, se concibe su complexión de una manera más metódica, como un sistema, ese ámbito al que concurre un espectro amplio de ciencias y artes, donde el histrionismo siempre será, por supuesto, pero no lo único, su nervio.

Podrá argumentarse que con una población mucho menor el viejo Teatro Municipal de Bogotá y el Teatro de Cristóbal Colón —el Junín en Medellín con sus cuatro mil asientos, o el Circo España con sus seis mil— atraían más público que hoy. Téngase en cuenta que ahora el espectáculo teatral ha intentado independizarse del simple entretenimiento —palabra horrorosa— y ha entrado, gracias a los dioses y a la tecnología, en competencia con otras ofertas como el cine, la televisión, el fútbol, el internet y, por supuesto, con la inmensa variedad de diversión nocturna. Esto no significaba para Jean-Paul Sartre una desgracia, por el contrario, el teatro ha logrado liberarse de su función más mezquina.

A lo extenso de nuestro periodo colonial y bastante avanzada la época republicana, toda nuestra intermitente historia teatral estuvo caracterizada por las influencias italianas y españolas. De los primeros tomamos prestados su lirismo y su concepto arquitectónico, de los segundos las puestas en escena donde el meollo predominante era el recitado y los diálogos. Resulta muy revelador que la legendaria decimonónica escuela de enseñanza teatral de Madrid, hoy Real Escuela Superior de Arte Dramático, ostentara hasta 1952 el nombre de Conservatorio de Declamación. ¡Conservatorio! ¡Declamación!

Nosotros, la gran mayoría de nuestra generación, habíamos arribado tempranamente «pubertos» al solaz del teatro como un descubrimiento accidental, que nos provocaba un delicioso placer de ser vistos y escuchados, una manera bastante agradable de disimular nuestros hábitos de vagancia. Por nuestras cabezas nunca se habría de cruzar la idea de que esto podría ser una profesión o que el teatro, más allá de las ocurrencias y sus deleites, fuera un arte que demandaría experticia y una diversidad (y densidad) de saberes.

Las representaciones se realizaban en tarimas, patios y explanadas, que a veces se acompañaban con ingenuos telones pintados como ilustración directa del lugar donde se realizaba la acción: un bosque, una sala, una fachada. Todavía no habíamos accedido al concepto de «concavidad escénica», mucho menos a imaginarnos un espacio fuera de la representación frontal a la italiana.

Juego divertido, ocio creativo, eficaz manera de estar entre amigos, estos primeros balbuceos tampoco tenían la consideración de arrastrar consigo una reflexión sobre el alcance social, político, filosófico, poético de la práctica teatral. Lo ejecutábamos a lo bestia sin ser conscientes de que la humanidad se divide en dos, voyeristas y exhibicionistas.

Si, el teatro es un lugar de exhibicionismo. Muchos actores y actrices fingen no saberlo, algunos detestan saberlo, otros lo ejecutan de manera explícita tratando de liberarse de sus desenfrenos, hay otros tantos que están tan enamorados de sí que el escenario se les convierte en un magnífico espejo de Narciso.

«Todos los actores y actrices del mundo, sin excepción, tienen nueve años, permanecen anclados a su infancia como una mariposa con alfileres a una lámina de icopor».
Jerry Lewis

El colectivo Teatral Matacandelas no emergió, y es posible que algunos de los grupos actuales tampoco, del explosivo movimiento teatral universitario. Nuestro cuño procede, caso pintoresco, de la vasta Galería Dramática Salesiana, una comunidad que, a expensas de su santo patrón San Juan Bosco, se dedicó a imprimir libretos como parte del beneficio educativo —porqué creían en la eficacia formativa: voz, modales, terapia ocupacional— que podía tener la experiencia del teatro en el ámbito juvenil. El vademécum de libretos dramáticos de la comunidad salesiana, que circulaba en rústicas ediciones, alcanzaba, según cronistas, más de tres mil títulos, en los que abundaban sainetes, farsas, entremeses, juguetes, piezas de entretenimiento de enredos y picardías, además de un grueso índice de dramas de un claro perfil religioso evangelizador.

Unos cientos de «libretos» de ese repertorio impreso rodó en Colombia por las bibliotecas colegiales y allí el azar y el entusiasmo de algunos profesores hizo el resto. De este modo, los centros educativos, municipios lejanos, veredas y montañas se llenaron de bucólicas representaciones que estudiantes, barrios y campesinos se transmitían a veces a golpes de memoria de manera oral de generación en generación. Todavía sobrevive un residuo disperso de ese legado popular en Antioquia, curiosamente en municipios paneleros, quizá sea porque el trabajo alrededor del trapiche siempre convoca a la celebración colectiva.

Para esos comienzos, a excepción de Efraín Arce Aragón y unos cuantos destacados radioactores, nadie podía decir que vivía del oficio. Era un extravío pensar que el teatro podría asumirse como una profesión.

En toda la provincia se carecía de escuelas de formación escénica. La ciudad era una ínsula asfixiada entre montañas. El teatro irrumpe desde el ámbito universitario como labor vocacional precedida de una gran euforia revolucionaria que terminaría por establecer conexiones con Bogotá y Cali, donde ya venían dando pasos de gigantes de siete suelas el Teatro Experimental de Cali, La Candelaria, El Teatro Popular de Bogotá, porque eran colectivos que habían traspasado fronteras y establecido contacto con lo que estaba sucediendo en Europa. A un resto nos faltaban referentes, nos faltaba bibliografía, nos faltaba mundo.

El nacimiento del Festival de Manizales puede señalarse como el espacio oportuno para aquilatar la gran excitación del momento, el punto de encuentro para establecer contacto con el planeta. A través de talleres, conversatorios, obras, y el inevitable roce con las distintas formas de la teatralidad nos hizo entender que allende las montañas existía, trascendiendo la farándula y el entretenimiento, un arte del escenario. Empezamos a botar capote. Fue, nadie lo niega, visto a distancia, un gran acontecimiento cultural. Y fue ayer no más, en 1968.

Nos zambullíamos con ardor y deslumbre en la teoría, profundizando en el arte de la actuación nutridos con los textos de Brecht, Stanislavski, Meyerhold, Grotowski, Artaud, navegábamos en aquello y en lo contrario, en un acelerado proceso de asimilación y aplicación. En ese océano aprendimos mucho sobre tendencias y estilos, sobre disrupciones y teorías, sobre el arte de la interpretación.

Nuestras nacientes escuelas y centros de formación, las pocas oficiales y privadas, más que escuelas de teatro seguían y siguen siendo, espacios donde se profundiza en las técnicas de la actuación. Nada de escenotécnicas, poco o nada sobre las ciencias del lenguaje, nada sobre producción, nada sobre la estética del cine, nada sobre dramaturgia. La habilidad para la dirección teatral es un misterio, una encomienda que en muchos casos era asumida —en términos generales, como lo fue en el pasado— por el más destacado histrión, vale decir, la actriz o el actor de mayor despabile, una acometida que exigía liderazgo, carisma, perrenque. Alguna vez, hace mucho, leí en una revista argentina un gracioso apunte, de no recuerdo quién, que se me quedó tatuado: «Para ser director de teatro lo único que se requiere es que existan dos o tres pendejos que se lo crean».

La frase me asustó porque sentí que me pasó rozando.

Y desde entonces, huyendo de eso que me tocó tan de frente (y tan cruelmente), he procurado tratar de reflexionar sobre la especial condición de un director como el responsable de una poderosa espesura de lenguajes.

La división social del trabajo creativo en el cine es un modelo impecable de una eficiente labor estética. El teatro continúa siendo —no hay nada de malo en ello— un oficio de artesanía que, mediante el conocimiento y la experticia, se puede levantar a la condición de arte. Lo que puede alzarlo de allí, aparte de la destreza que se requiere, es el concepto, la téchne, la urdimbre poética. Siempre esa palabra como línea fronteriza entre las dos instancias: Concepto.

El caldero hirviente de la más reciente historia de nuestro teatro que, como decimos, ha centrado todos sus esfuerzos en la fundamentación actoral, ha sido también el cuenco donde han brotado, en muchos casos, de una manera imprevista dramaturgos y directores. La transformación de los viejos modos de representación al actual estado del arte teatral en Colombia ha transitado por la elaboración de una nueva dramaturgia y unos modos de organización artística que ha abierto a un plano general de todas las artes.

La dirección escénica se movía en el sesgo de un estrecho marco de dirección actoral, tampoco existía una dramaturgia que respondiera a una actualización de lo que estaba puesto al día en el orden internacional, y por ello nuestras puestas en escena echaban mano a obras del nuevo repertorio latinoamericano y a la profusión de dramaturgos norteamericanos, Miller, Albee, T. Williams, a los españoles García Lorca y Valle Inclán, y por allí deambulando siempre el dramaturgo tutelar Bertolt Brecht con buena parte de sus obras, pero de un modo más contundente con su corpus teórico.

A nuestro intento de un nuevo ropaje ya no le calzaban los dramaturgos de comienzos de siglo como Luis Enrique Osorio, Oswaldo Díaz o Antonio Álvarez Lleras, herederos directos del teatro español, y figuras posteriores, valga la mención, a ese gran adelantado que fue Luis Vargas Tejada que con su sainete Las convulsiones y sus dramas Doraminta y La madre de Pausanias, intentó dar brotes a una dramaturgia local. Para nuestro infortunio Vargas Tejada, con su muerte temprana y su desgaste entre conspiraciones y huidas —veintisiete años—, no alcanzó a ejercer una influencia notoria en nuestra historiografía dramática.

Para nuevas formas nuevos cimientos. El viejo naturalismo estaba agonizando, el romanticismo crujía en sus pedestales y el realismo se abría paso para tratar de representar «no como sucedían las cosas en la realidad sino como en realidad sucedían las cosas». Y ello por supuesto revela la subjetividad del arte como una realidad paralela. La primera exposición de los impresionistas provoca el rechazo, pero a aquellos incomprendidos, les importaba más la luz que la materia o la forma. Cuando el arte, y esto fue apenas en las postrimerías del siglo xix, se hace consciente del simbolismo, el teatro se encuentra, por fin, un rostro que hasta el momento se niega a abandonar.

Aún sigue vigente la proclama simbolista de Jean Moréas: «[El simbolismo es] enemigo de la enseñanza, la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva». Y Maeterlinck, simbolista por excelencia, hace acotaciones revolucionarias: «En realidad, cuando voy al teatro, siento como si estuviera pasando unas horas con mis antepasados que concibieron la vida como algo primitivo, árido y brutal». Y agrega: «El verdadero elemento trágico de la vida solo comienza en el momento en que las llamadas aventuras, tristezas y peligros han desaparecido».

Estas palabras del autor de Los ciegos las escribe en 1896, justo en el año en que se estrena, prefigurando estéticas futuras, con un gran alboroto, Ubú Rey, de Alfred Jarry, y el poeta Yeats, que asiste a su estreno, escribe abrumado: «Después de nosotros, el Dios salvaje». Ese Dios salvaje no es otro que el tiempo de las vanguardias que van a sacudir el escenario como un lugar por donde transcurre un simple reflejo de acontecimientos.

Para el simbolismo la vida, como los sueños, es un misterio. Y que acaso sea inalcanzable o deleznable su resolución, pues solo a un soso le gustaría vivir en un mundo develado. Lo que cuenta es el placer de intentarlo. Y ahí el arte, como el teatro, juega un papel esencial. Así la ciencia. El resto es comercio, cotidianidad, vida doméstica, política, exceso de (aparente) realidad.

Se hacía necesario reformular la teatralidad de acuerdo con los planteamientos del conjunto estético de las nuevas escaramuzas semánticas. Pero ¿dónde si no había dónde? Había que desordenar la casa.

Entonces suceden, a falta de una formación sistematizada, dos hechos que van a constituirse en una alternativa formidable: (i) la irrupción de grupos, (ii) la creación colectiva. Ambos inyectaron un complemento vitamínico que apostaba por la investigación y el camino de la experimentación. Desde ese lugar se trataba de trascender al actor intérprete para convertirlo en un actor creador.

Los maestros Enrique Buenaventura y Santiago García, heraldos de la creación colectiva, tuvieron muchos contradictores. Ellos fueron claros en la exposición de sus objetivos. Para un país que carecía de dramaturgos y con muy pocos directores escénicos la metodología propuesta pretendía que aquellos quizá podrían brotar, a mediano y largo plazo, de un laboratorio permanente de creación. Se hacía necesario reformular la teatralidad.

Con estos antecedentes, la dirección escénica ha surgido de una manera espontánea, con más fervor que soportes, con más deseo que orientación, con más talento que conocimiento.

Ese camino parecía ser fiel a la consigna maoísta tan en boga: «Aprender a disparar en el curso mismo de la guerra».

Hoy nos hemos encaramado a otra etapa. Ya hay quienes han tenido la oportunidad de formarse en escuelas nacionales e internacionales y los autodidactas de ayer han tenido acceso a una fundamentación dentro y fuera de las academias regulares. Han podido sistematizar su experiencia y se encuentran en condiciones de realizar puestas en escena, además en capacidad de realizar una transmisión organizada de saberes.

Multiplicidad

«El teatro no es solo actuar, es crear sonidos, hacernos pensar, danza,  movimiento, diseño, vestuario, utilería, música, gente aplaudiendo, una historia, una experiencia, escenografía, coreografía, tu voz siendo escuchada, producción, un guion, una reseña, iluminación, un discurso, un éxito, dirección, ensayos, títeres, cosas, diseño de video, improvisación, una noche para recordar, animación, un taller, magia, inmersión, teatro vulgar».
(De una imagen en un cartel difundido en Polonia)

                                                                                                                                       El teatro

En una ocasión, al final de una charla en la que participábamos algunos autodenominados directores de teatro, un espectador avieso intervino con una solicitud: «Quiero que cada uno de ustedes en una sola palabra me responda cual es el rasgo fundamental del teatro». Nos miramos sorprendidos los aludidos como pidiéndonos auxilio y cada cual, fusilado, se inventó alguna expresión para salir del trance. Algo, no recuerdo qué, respondí, sintiéndome inexacto. Salí caminando replicándome la pregunta hasta encontrar, a las vueltas, la mejor respuesta que puedo dar: MULTIPLICIDAD.

Definido el drama desde el punto de vista aristotélico como un conflicto de voliciones, hay una descripción que luce muy seductora: El teatro es el actor + un texto.

Lo del actor es fácil percibirlo porque en el escenario todo lo que ocurre es acción.

El «+ un texto», pone la nota de dificultad. Pues el texto, escrito o no, involucra toda la materia expresiva de una puesta en escena. El término guion es solo un fragmento bastante aproximativo, pues no podría existir una escritura capaz de agotar la integridad sonora y visual, toda la composición que demanda la escena.

Siendo la ACCIÓN la medula de la actividad teatral, la primera palabra es el pronombre exclamativo QUÉ.

Los personajes: QUÉ busca el personaje, QUÉ desea, QUÉ necesita, QUÉ hace.

¿Cuál es la IDEA BASE? Asunto que se resuelve en una frase y hasta en una sola palabra.

Fundamental predeterminar el género de la pieza. Es más importante de lo que se suele creer.

Y el TONO.

La santísima Trinidad de la dirección escénica: RIGOR, RIGOR, RIGOR.

«Todo estudio teatral, debería comenzar por el cine»
S. M. Eisenstein.

Alejandro Dumas, autor de La dama de las Camelias: «Mi padre fue un hijo que yo tuve a los cinco años«. Así, el cine, que nació tardíamente, aprendió a dar sus primeros pasos de la mano del teatro. El teatro ahora es un anciano que está obligado a caminar de la mano del cine. De él succiona una parte importante de su gramática.

Si al actor le corresponde la responsabilidad del personaje, al director la totalidad del lenguaje escénico:

Expresión facial
Expresión corporal
Actos de habla
Vestuario
Peinados
Maquillaje
Coreografía
Ritmo
Tono
Estilo
Utilería
Iluminación
Texturas
Composición
Espacio
Concepto sonoro
Concepto visual
Utilería
Decorado

«No hay ninguna diferencia entre planear una puesta en escena y planear un atraco». Jean Renoir aplicaba esta sentencia a sus películas.

Serguei Mijailovich Eisenstein —sus discípulos interpretaban las iniciales de su nombre como «Su Majestad»— es quien otorga carta de ciudadanía estética al cine profundizando teóricamente en el sentido y en la forma del film. Cuando muchos cineastas de la vieja guardia consideraban el montaje como una sumatoria, como un encadenamiento de trozos —piénsese en un muro ladrillo más ladrillo—, Eisenstein proponía la edición como un choque de tomas, aplicable no solo al cine, de igual manera para el teatro y la literatura. Formalmente así el montaje escénico es un conjunto de choques, de conflictos:

Conflicto de sonidos.
Conflicto de volúmenes.
Conflicto de colores.
Conflicto de líneas.
Conflicto de texturas.
Conflicto de voces.
Conflicto de movimientos.
Conflicto de gestos.
Conflicto de niveles.
Conflicto de tempo.
Conflicto de espacios.
Conflicto de luz.

La simetría es el aburrimiento.

El Teatro Matacandelas, hasta el momento, está compuesto por un elenco estable, sobre él recae la creación de las obras, que a veces han podido contar con algunos directores del mismo grupo y otros invitados, que han realizado una confrontación de estilos y de metodologías.

En la carencia de un dramaturgo de a bordo, el escenario siempre ha sido una mesa de escritura. Allí se acomete la creación a partir de pruebas de escenario, una participación colectiva. Es una metodología que traemos en préstamo de los pintores. Bocetos, trazos a mano alzada, tanteos, exploración, pesquisa.

Resulta maravilloso hundirse en el escenario y perderse en ese bosque, no saber, indagar, confundirse, sentir vértigo, estar siempre en una crispación con las orejas, los ojos y el pensamiento puestos sobre la presa para no perder el vínculo psíquico con el huidizo animal.

En ese viaje de exploración tratamos siempre de provocar el AZAR, cuando este llega se instala el Divino Momento.

No hay ninguna diferencia entre la gestación animal y una puesta en escena, por ello después de cada alumbramiento (estreno) siempre entramos en depresión posparto.

La saga de Sherlock Holmes y los libros de Agatha Christie se han constituido en los más eficaces manuales de dirección escénica.

Las mil y una noches, es un gran manual de técnica dramatúrgica. Allí Scheherezade nos ejerce de santa patrona.

Y Proteo le sirve de referencia al actor.

No existe ninguna diferencia, metodológicamente hablando, entre un médico y un director de teatro.

Como el teatro —y el arte todo— es un no saber, el director que sabe, ya no sabe. Platón se refería a la ignorancia no como un vacío sino como una llenura.

Detesto ese nuevo género teatral que se llama «Pobrecito yo», el escenario como un muro de lamentaciones.

Hay otro género: «Se me ocurrió a mí anoche». Directores geniales que llegan al escenario a implantar sus ideas.

Y el peor de todos: «El Teatro Verdadero o Teatro Bíblico». Yo soy quien hago el verdadero teatro. Una peligrosa inmersión en el fundamentalismo religioso.

Existen los buenos actores y las buenas actrices. La máxima aspiración de todo director es poder compartir con animalitos de escena. Existen, pero no son tan abundantes.

Todos los días me ocupo en reconstruir el grupo que se me desbarata en las noches.

«Yo no hago puestas en escena, yo monto misas», frase del encantador Luigi Maria Musati.

Esta historia no termina aquí.